Recuerdo una
tarde en Lisboa. Una tarde fría y melancólica de enero, con un cielo encapotado
que acentuaba la grisura milenaria de Lisboa. Bajaba por la
Rua Da Prata camino del café Martinho do
Arcada, buscando la silla donde Pessoa se sentaba, solo y solitario, a beberse
uno de sus vasos de aguardiente o ginjinha -ese licor hecho a base de guindas y
aguardiente (ahí mezclaba Pessoa, de una vez, sus dos bebidas), rico y dulzón,
pero tremendamente peligroso para aquellos que no están habituados a su consumo-.
Yo no pretendía sentarme en la silla de Pessoa como lo haría cualquier turista.
Lo que yo quería era comprar la silla, llevármela a casa y, además, estaba
dispuesto a creerme que la silla de Pessoa sería aquella que el dueño del local
me indicara (esto no lo aprovechó Joao Guimarras). Yo no haría preguntas. Eso
iba pensado por la Rua
da Prata cuando una lluvia inclemente descargó de pronto, sin aviso, sin una
justificación. El cielo, aunque nubarroso, no hacía presagiar esa lluvia inmisericorde,
ese aguacero torrencial que hacía resbalosas y temerarias las aceras
empedradas. Los dueños de esos negocios que montan en la puerta sus tenderetes
de postales y recuerdos para turistas se afanaban en recoger la mercadería, en
poner a salvo imanes, llaveros, postales y camisetas de todo tipo. En el
bolsillo del abrigo, a buen resguardo de la lluvia, estaba Casa de
Misericordia, de Joan Margarit. (Yo pensaba que sentarme en el café Martinho do
Arcada con un libro de Pessoa sería algo así como presentarme directamente al
juicio final con una lista de mis pecados). Una vez sentado fue cuando aprecié
la verdadera dimensión de aquella lluvia. Una vez sentado, a salvo del agua,
fue cuando empecé a disfrutar de la lluvia.
Y todo esto me
acude a la memoria porque ahora me ha cogido otro aguacero, otra lluvia igual a
aquella pero distinta. Si de aquella me resguardé, si encaminé mis pasos a la
protección del café Martinho do Arcada, bajo esta otra lluvia he permanecido a
la intemperie, me he dejado mojar con la plena consciencia de que este agua (a
diferencia de aquella) sería un manantial de alegría. Y no me he equivocado. Antonio
Rivero Taravillo (Melilla [Sevilla], 1963), regresa a su producción literaria con
este magistral poemario, La Lluvia , donde nos
enseña sin mostrarnos, donde nos muestra sin enseñarnos. Todo un alarde de
lírica. Unos versos que nos llegan así, desde lo arriba, igual que lluvia, que es impulso y es instante, pero que
es también memoria, y es lenguaje y es melancolía. Si alguna vez habéis pensado
que la cotidianeidad de la vida se diluye (como el agua de la lluvia, como una lágrima)
en el inclemente paso del tiempo, entonces Antonio Rivero Taravillo os mostrará
otra realidad, una realidad que él habita con el privilegio de quien es dueño
de una palabra y de una poesía verdadera y estética. Los versos de este
poemario emocionan, evocan, nos envuelve en una sustancial esencia que no es
sino una invitación al descubrimiento, a celebrar la vida como una lluvia sugeridora
de elementos literarios. Cierren, pues, el paraguas, abran (de ese modo casi
imperceptible) este magnifico poemario, y dejen la seguridad de los aleros y
los soportales para aquellos que no están dispuestos de mojarse bajo una lluvia
de poesía.
Ahora me quedo
con el libro, con La Lluvia , entre las
manos, memorando aquella tarde lisboeta y, aunque Antonio todavía no lo sabe,
llevo tiempo planeando un viaje a Lisboa juntos.
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