miércoles, 20 de noviembre de 2013

EN VIVO Y EN DIRECTO




Hace ya algún tiempo que tomé una decisión con respecto a las entrevistas que me hicieran en televisión: tendrían que ser en directo. Con esto consigo varias cosas. En primer lugar, y más importante, no verme. La mayoría de las veces no me reconozco en ese tipo que intenta ser original e ingenioso, aunque ya suelo tener preparadas las respuestas, no en vano casi siempre las preguntas son similares. Excepto cuando algún entrevistador pretende ser (él y no yo) ingenioso y original, y te sale con una pregunta del tipo ¿Te gustan los zoológicos?. ¡¡¡¡Joder!!!!!, qué hace alguien como yo ante ese tipo de preguntas. Son una trampa. Respondas lo que respondas quedarás mal, tu respuesta será vista como una soberana gilipollez. En segundo lugar minimizo daños, es decir, evito que se hagan cortes, montajes, que una frase dicha por mí sea sacada de contexto y me haga quedar, si eso es ya posible, en peor lugar. También evito que amigos, familiares, conocidos y enemigos de toda clase y calaña, me llamen por teléfono para comentarme mi actuación, para hacer sangre o para alabar lo inalabable. En definitiva, que cada vez hago menos entrevistas televisivas, por dos razones. Porque pongo tantas pegas que se dan por vencidos y me dicen, invariablemente, que sí, que ya me llamarán para confirmar el día, cosa que nunca sucede. Y en segundo lugar, y más importante, porque ya ni siquiera me llaman, porque no soy tan importante, ni tan relevante, ni tan siquiera tan buen escritor como para que tenga un público interesado en mis cosas. Y yo estoy de acuerdo con ellos, tienen toda la razón. La cosa cambia (y ahí no parto peras con nadie), cuando de leer se trata. Pero eso es otro asunto.





Y traigo todo esto a colación porque eso mismo es lo que hace Henri Chassaing. Irse a la guerra para salir por televisión en directo (está en Argelia) y ahorrarse todo el dramatismo que esa escena provoca en su familia, especialmente en su madre.

Tras el desafortunado titulo de Al envejecer, los hombres lloran (esto es una apreciación tremendamente particular), se encuentra una novela excepcional de Jean-Luc Seigle, autor inédito hasta ahora en castellano. La novela transcurre en un único día, el 9 de julio de 1961, cuando toda la familia Chassaing (cada uno a su forma, cada uno como sabe) se prepara para la llegada del primer aparato de televisión. Con la llegada del electrodoméstico, cambian en sus vidas más cosas que las meramente aparentes: Suzanne, la madre, por fin, podrá ver a su hijo Henri, destinado en la guerra de Argelia. El hermano menor, Guilles, encuentra a alguien con quien compartir su desaforada afición por la lectura. Y Albert Chassaing, el padre, da con la clave que lo redimirá de su mediocre vida. Seigle eleva a rutilante literatura la cotidianeidad, la vida diaria de una familia modesta. El fin de una época, el adulterio, los miedos y las esperanzas, la incapacidad para mostrar los sentimiento, la vergüenza de la línea Maginot, un mundo que se desmorona…, todo esto se convierte en el universo literario de Juan-Luc Seigle, grande y original, a quien estoy seguro de que leeremos próximamente en nuevas apariciones de su obra. Por si todo esto fuera poco, el traductor es Adolfo García Ortega, de quien un servidor lee hasta la lista de la compra. 

miércoles, 13 de noviembre de 2013

LA SILLA DE PESSOA




Recuerdo una tarde en Lisboa. Una tarde fría y melancólica de enero, con un cielo encapotado que acentuaba la grisura milenaria de Lisboa. Bajaba por la Rua Da Prata camino del café Martinho do Arcada, buscando la silla donde Pessoa se sentaba, solo y solitario, a beberse uno de sus vasos de aguardiente o ginjinha -ese licor hecho a base de guindas y aguardiente (ahí mezclaba Pessoa, de una vez, sus dos bebidas), rico y dulzón, pero tremendamente peligroso para aquellos que no están habituados a su consumo-. Yo no pretendía sentarme en la silla de Pessoa como lo haría cualquier turista. Lo que yo quería era comprar la silla, llevármela a casa y, además, estaba dispuesto a creerme que la silla de Pessoa sería aquella que el dueño del local me indicara (esto no lo aprovechó Joao Guimarras). Yo no haría preguntas. Eso iba pensado por la Rua da Prata cuando una lluvia inclemente descargó de pronto, sin aviso, sin una justificación. El cielo, aunque nubarroso, no hacía presagiar esa lluvia inmisericorde, ese aguacero torrencial que hacía resbalosas y temerarias las aceras empedradas. Los dueños de esos negocios que montan en la puerta sus tenderetes de postales y recuerdos para turistas se afanaban en recoger la mercadería, en poner a salvo imanes, llaveros, postales y camisetas de todo tipo. En el bolsillo del abrigo, a buen resguardo de la lluvia, estaba Casa de Misericordia, de Joan Margarit. (Yo pensaba que sentarme en el café Martinho do Arcada con un libro de Pessoa sería algo así como presentarme directamente al juicio final con una lista de mis pecados). Una vez sentado fue cuando aprecié la verdadera dimensión de aquella lluvia. Una vez sentado, a salvo del agua, fue cuando empecé a disfrutar de la lluvia.







Y todo esto me acude a la memoria porque ahora me ha cogido otro aguacero, otra lluvia igual a aquella pero distinta. Si de aquella me resguardé, si encaminé mis pasos a la protección del café Martinho do Arcada, bajo esta otra lluvia he permanecido a la intemperie, me he dejado mojar con la plena consciencia de que este agua (a diferencia de aquella) sería un manantial de alegría. Y no me he equivocado. Antonio Rivero Taravillo (Melilla [Sevilla], 1963), regresa a su producción literaria con este magistral poemario, La Lluvia, donde nos enseña sin mostrarnos, donde nos muestra sin enseñarnos. Todo un alarde de lírica. Unos versos que nos llegan así, desde lo arriba, igual que lluvia, que es impulso y es instante, pero que es también memoria, y es lenguaje y es melancolía. Si alguna vez habéis pensado que la cotidianeidad de la vida se diluye (como el agua de la lluvia, como una lágrima) en el inclemente paso del tiempo, entonces Antonio Rivero Taravillo os mostrará otra realidad, una realidad que él habita con el privilegio de quien es dueño de una palabra y de una poesía verdadera y estética. Los versos de este poemario emocionan, evocan, nos envuelve en una sustancial esencia que no es sino una invitación al descubrimiento, a celebrar la vida como una lluvia sugeridora de elementos literarios. Cierren, pues, el paraguas, abran (de ese modo casi imperceptible) este magnifico poemario, y dejen la seguridad de los aleros y los soportales para aquellos que no están dispuestos de mojarse bajo una lluvia de poesía.
Ahora me quedo con el libro, con La Lluvia, entre las manos, memorando aquella tarde lisboeta y, aunque Antonio todavía no lo sabe, llevo tiempo planeando un viaje a Lisboa juntos.