No sé por qué
motivo, capricho o sugestión interna, me he resistido tanto tiempo a la lectura
de los textos de Tomas Tranströmer (Estocolmo 1931). Me he adentrado en Visión
de la memoria, su autobiografía de infancia y juventud, un texto repleto de
belleza que en algo más de sesenta páginas desbroza sus primero años, su
relaciones escolares con compañeros y profesores, con sus padres y, sobre todo,
consigo mismo, con sus miedos, esperanzas, e inquietudes. En este breve
recorrido podemos encontrar las primeras claves de su escritura, de la búsqueda
que Tranströmer ha emprendido a través de la literatura. Como si tirara de la
tanza invisible de la memoria, el autor sueco pesca en sus recuerdos con la
meticulosidad de la clarividencia, con la paciencia de un alquimista que
reconoce en su hacer la verdad inquebrantable de su propia vida. Una
autobiografía lírica y poética, una evocadora sugestión de los descubrimientos
que van conformando sus pasiones: los museos, la antropología o la música.
Un texto lleno
de lucidez y ética reflexión; un libro que, como el silencio meditativo de los
grandes autores, va llenando el espacio con la experiencia y la fuerza del
lenguaje, con una elegancia que se convierte en esencial, que trasciende de las
hojas con el murmullo de quien razona su propia vida y lo hace por el escenario
de la realidad. Una obra, en definitiva, personal, que no huye de cierto
conflicto interior, sino que, bien al contrario, lo desmenuza con la lucidez
del maestro.
Con toda
probabilidad sea el propio escritor quien mejor defina su obra: "Dentro de mí llevo mis rostros anteriores, como un árbol
lleva los anillos de la edad. Es la suma de ellos lo que es yo"
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