Fernando
Aramburu (San Sebastián, 1959), es uno de esos escritores mayúsculos, sinceros,
honestos con el oficio de escribir y honesto, por encima de todo, con su propia
escritura. Con su nueva entrega, Años Lentos, ha ganado el premio
Tusques Editores de Novela. Un premio, dicho sea de paso, que va ganando en
calidad literaria.
En esta novela
se nos presentan varios velos, varios visillos que, a mi modo de ver, no
ocultan, pero si intentan disimular (literariamente) la historia real. Nos
podría parecer que se cuenta la historia de Julen, un joven vasco que a finales
de la década de los sesenta se enrola en la incipiente ETA, en asuntos
políticos que mantienen a su familia en vilo. Julen, que no es más que un joven
manipulable, con mala suerte, casi un tonto al que es fácil engañar. Pero no es
así. La verdadera historia es la del narrador, un niño, primo de Julen, que nos
presenta el mundo a través de sus ojos, de su modo de ver las cosas. Es a
través de ese niño por quien conocemos la historia de Julen, de su madre,
Maripuy, enérgica, malhumorada y mandona, esclava de las convenciones sociales,
de su tío Vicente (Vicentico), hombre apocado, de carácter débil, y de su
prima, Mari Nieves, golfilla adolescente adicta al sexo. Todos estos personajes
los son únicamente porque el niño, el narrador, los hace protagonistas.
Es pasado el
tiempo cuando ese niño mantiene una relación epistolar con Fernando Aramburu,
en donde va desmenuzando sus recuerdos de infancia, aquellos años (lentos)
pasados en San Sebastián, con la familia de la hermana de su madre. Años
desesperanzados, desalentadores, años tan lentos que parece que la memoria aún
los mantiene en el presente.
La estructura de
la novela alterna, de forma magistral, los recuerdos que ese adulto de ahora va
epistolando a Aramburu sobre su infancia, con retazos y apuntes que el propio
Aramburu hace sobre cómo, de qué forma, pretende tratar la “futura” novela, lo
que nos sumerge de lleno en el mundo narrativo del escritor, en las entrañas de
la misma escritura. Si pasa de la página cincuenta ya no hay marcha atrás,
dice el autor en uno de esos apuntes. De esta forma, Aramburu aparece y
desaparece del texto, nos da claves, pistas sobre lo narrado, nos lleva a su
habitación de escritor (que casi podemos imaginar), para sacarnos luego de ella
con la brusquedad de quien sabe manejar el lenguaje, del alquimista que
deshilacha la historia con la maestría de un mago de las palabras.
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